miércoles, 16 de diciembre de 2009

EL FACTOR DIOS

Por: José Saramago

En algún lugar de la India. Una fila de piezas de artillería en posición. Atado a la boca de cada una de ellas hay un hombre. En primer plano de la fotografía, un oficial británico levanta la espada y va a dar orden de disparar. No disponemos de imágenes del efecto de los disparos, pero hasta la más obtusa de las imaginaciones podrá “ver” cabezas y troncos dispersos por el campo de tiro, restos sanguinolentos, vísceras, miembros amputados. Los hombres eran rebeldes.


En algún lugar de Angola. Dos soldados portugueses levantan por los brazos a un negro que quizá no esté muerto, otro soldado empuña un machete y se prepara para separar la cabeza del cuerpo. Esta es la primera fotografía. En la segunda, esta vez hay una segunda fotografía, la cabeza ya ha sido cortada, está clavada en un palo, y los soldados se ríen. El negro era un guerrillero.

En algún lugar de Israel. Mientras algunos soldados israelíes inmovilizan a un palestino, otro militar le parte a martillazos los huesos de la mano derecha. El palestino había tirado piedras.

Estados Unidos de América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos aviones comerciales norteamericanos, secuestrados por terroristas relacionados con el integrismo islámico, se lanzan contra las torres del World Trade Center y las derriban. Por el mismo procedimiento un tercer avión causa daños enormes en el edificio del Pentágono, sede del poder bélico de Estados Unidos. Los muertos, enterrados entre los escombros, reducidos a migajas, volatilizados, se cuentan por millares.

Las fotografías de India, de Angola y de Israel nos lanzan el horror a la cara, las víctimas se nos muestran en el mismo momento de la tortura, de la agónica expectativa, de la muerte abyecta. En Nueva York, todo pareció irreal al principio, un episodio repetido y sin novedad de una catástrofe cinematográfica más, realmente arrebatadora por el grado de ilusión conseguido por el técnico de efectos especiales, pero limpio de estertores, de chorros de sangre, de carnes aplastadas, de huesos triturados, de mierda.

El horror, escondido como un animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupefacción para saltarnos a la garganta. El horror dijo por primera vez “aquí estoy” cuando aquellas personas se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese suya. Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover una piedra, un trozo de pared, una chapa de aluminio retorcida, y será una cabeza irreconocible, un brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado.

Pero hasta esto mismo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que nos llegaron de aquella Ruanda- de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido a napalm, de aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de aquellos linchamientos y apaleamientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena, de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hiroshima y Nagasaki, de aquellos crematorios nazis vomitando cenizas, de aquellos camiones para retirar cadáveres como si se tratase de basura.

Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de respeto por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de cualquier religión no sólo fingen ignorarlo, sino que se yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos descarados a una inteligencia y a un sentido común que tanto trabajo nos costó conseguir. Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente lo más horrendo y cruel. Durante siglos, la Inquisición fue, también, como hoy los talibán, una organización terrorista dedicada a interpretar perversamente textos sagrados que deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso connubio pactado entre la Religión y el Estado contra la libertad de conciencia y contra el más humano de los derechos: el derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa.

Y, con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un universo entero para colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva York, y todos los demás que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las páginas de la Historia.

Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado, pero el “factor Dios”, ese, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un dios, sino el “factor Dios” el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados Unidos, no la otra...) la bendición divina. Y fue en el “factor Dios” en lo que se transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra las humillaciones. Se dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin culpa, ha sido el “factor Dios”, ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.

ACERCA DE LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE

ASAMBLEA CONSTITUYENTE

La profunda crisis que atraviesa y agobia al Perú exige cambios radicales incompatibles con la actual Constitución. No quiere decir esto, que con un cambio de Constitución y su aplicación quedará todo resuelto. No será así. Puede aprobarse una Constitución maravillosa, perfecta, pero inaplicable porque no corresponde, su contenido a la realidad económico social del país. Esto ocurre con todas las Constituciones burguesas. Tómese por ejemplo el capítulo correspondiente a los derechos fundamentales de la persona humana y se constatará que sólo pueden tener vigencia para las clases poseedoras; pero para la inmensa mayoría de la población es letra muerta. ¿Qué libre desarrollo y libertad puede tener un humilde trabajador analfabeto sumido en la miseria? ¿Qué libertad de trabajo puede tener el desocupado castigado por la extrema pobreza?.

Es suficiente una lectura detenida de los dos primeros capítulos de la actual Constitución, para comprobar su carácter meramente declarativo, sin ninguna relación con la realidad que vive y sufre la inmensa mayoría de nuestro pueblo. Se trata de una Constitución, como toda Constitución burguesa, ficticia, divorciada de la realidad. Ya dijo Lenin:

«La esencia de la Constitución consiste en que las leyes fundamentales del Estado en general y las que atañen al derecho de elegir los componentes de las instituciones representativas, a sus funciones, etc., expresan la verdadera correlación de fuerzas en la lucha de clases. UNA CONSTITUCIÓN ES FICTICIA CUANDO LA LEY Y LA REALIDAD DIVERGEN Y NO LO ES CUANDO COINCIDEN «Esta es una verdad incuestionable, porque toda Constitución burguesa no hace sino disimular el poder y dominio económico de las clases explotadoras y la estructura de clase de la sociedad. Todos son iguales «ante la ley», pero radicalmente desiguales en la vida económica y social.

El problema que hoy se presenta en el país es, sin embargo, el de la conveniencia o no de la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Esta es una cuestión que se desprende de la crisis política que vive el país. No son pocos los partidarios de que la mejor salida a la crisis es adelantar las elecciones generales, pero más cuerda y conveniente en estos momentos es la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Pese al carácter de toda Constitución burguesa que ya hemos señalado, puede lograrse mayor coherencia en su forma y mayor contenido democrático. Necesitamos un Constitución opuesta a los dogmas del neoliberalismo. Con tal fin es necesario precisar qué se entiende por «economía social de mercado», y hacer un deslinde claro con el denominado «populismo».

Hoy se habla hasta por los codos de «reforma del Estado». Cualquiera que sea el carácter de esta reforma, debe estar debidamente fundamentada, como resultado de discusiones de elevado nivel principista, en las cuales participe todo el pueblo trabajador peruano y su intelectualidad, y no un pequeño grupo de congresistas cuasi analfabetos, con pocas y honrosas excepciones, como lo que viene ocurriendo. Tal «reforma del Estado» debe hacerla una Asamblea Constituyente. Sin embargo, lo que el país requiere no es una simple «reforma del Estado», sino un cambio radical de su ESENCIA DE CLASE, y esto significa la instauración de un nuevo Poder estatal.

LAS CONSTITUCIONES Y LAS RELACIONES DE PRODUCCIÓN

En el Perú están a la orden del día cambios radicales de carácter estructural. Es necesario culminar las transformaciones antifeudales en el campo y liberar al país de la opresión imperialista. A este proceso el marxismo leninismo le denomina etapa democrático burguesa de la revolución en los países dependientes, como el nuestro. El revisionismo le denomina «modelo de transición» y propone un «proyecto» para su discusión y aceptación por «todos los peruanos». Tal proyecto debería, dicen, plasmarse en una nueva Constitución, abriendo un «nuevo curso» que nos llevaría a una República realmente democrática. En otras palabras, para cumplir las tareas democrático antiimperialistas que tenemos por delante, primero debe aprobarse una Constitución que recoja e incorpore en su articulado tales tareas. Este es el camino constitucional y reformista defendido desde hace mucho tiempo por la socialdemocracia y el revisionismo.

En cualquier sistema económico-social la superestructura político jurídica corresponde a las relaciones de producción o Base de la sociedad. Las reformas constitucionales que se proyectan ¿podrán cambiar esta Base? Sería un milagro, y en este mundo los milagros solo existen en la imaginación de la gente ingenua. Las relaciones de producción no son otra cosa que relaciones de propiedad, y la PROPIEDAD ES SAGRADA EN TODA CONSTITUCION BURGUESA. Los instrumentos y medios de producción, en el Perú, son propiedad privada de la gran burguesía, los terratenientes y los grandes monopolios extranjeros. En las condiciones actuales del país , ninguna Constitución, por más avanzada y "democrática" que sea podrá cambiar esta situación y si intentara, el aparato burocrático militar del Estado se encargaría de arrojarla al tacho de basura. Solo los que han renunciado al marxismo leninismo y los social reformistas pueden negar esta verdad. confirmada por una larga experiencia histórica.

Nadie duda de que es posible y necesario reformar y democratizar las Constituciones burguesas. Las libertades democráticas son de gran interés para las masas populares y el pueblo trabajador. Fueron estos los que las conquistaron en las revoluciones burguesas. Pero creer que democratizando la Constitución e instaurando una nueva República, cambiará pacíficamente la estructura económica del país, no es otra cosa que soñar sin estar dormido. En la Constitución vigente, como en la anterior se reconoce que la «defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad, son el principio supremo de la sociedad y del Estado». Se trata de una simple declaración, una declaración demagógico, que ha quedado en el papel, como letra muerta. Una verdadera burla, frente a la detestable polarización de la riqueza y la pobreza en el país. Este es un ejemplo que debe servir para todos los que sueñan con cambiar realidad nacional con nuevas Constituciones. No hay que olvidar que el Derecho y por tanto la Constitución en primer lugar, es expresión de la voluntad de las clases dominantes.

Una Constitución no debe ser un Programa, no debe tener un contenido que no corresponde a la realidad, no debe ser una Constitución falsa y demagógica, puramente declarativa. Debe reflejar la realidad, sin mentiréis pintar una sociedad peruana que no existe. Nadie duda que una Constitución burguesa puede ser mejorada, «democratizada», pero nunca dejará de ser expresión concentrada de la esencia de clase del Estado del burgués. Jamás renunciará a defender la propiedad privada de los instrumentos y medios de producción y, por tanto, a consagrar las diferencias de clases y sus contradicciones.

No es de ahora que la burguesía y sus partidos, incluidos los revisionistas de diverso matiz vienen engañando al pueblo pregonando que la miseria, el atraso, el terrorismo y la corrupción y todas las lacras que azotan al país, son consecuencia de Constituciones mal concebidas y peor aplicadas. La verdad, sin embargo, es otra. Todas las Constituciones del país, siempre han defendido un sistema de terratenientes y burgueses al servicio de grandes intereses extranjeros. Lo que hay que cambiar en el Perú es este sistema, Todos los acontecimientos que vienen sucediendo en el país y el mundo exigen ese cambio.

jueves, 26 de noviembre de 2009

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